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Hacia un nuevo paradigma de Estado

Javier Tolcachier

Pensar y construir un nuevo modelo de Estado no es ningún desvarío trasnochado sino una necesidad ante la evidente la caducidad de esquemas instalados hace poco más de doscientos años. Un tiempo considerable para un ciclo, si se toma en cuenta la aceleración histórica que atraviesa la humanidad.

Tal como sucedió en su momento con las monarquías y se verifica aún hoy en varios Estados en los que formalmente éstas subsisten, la institucionalidad estatal establecida presenta un funcionamiento de muy baja intensidad, en el que el ritual permanece pero ha perdido su alma.

Sin embargo, no es un asunto tan sencillo pensar y construir un futuro diferente. La dificultad reside por un lado en la resistencia de lo residual, pero también en el hecho de que nuestro modo de ver las cosas se ha forjado en un mundo de Estados, incluso viendo nacer muchos en la última oleada independentista de la posguerra en África y Asia.

Voy a tratar de aportar a esta conversación desde una escueta perspectiva histórica latinoamericano-caribeña.

Antes de entrar en las propuestas, quiero apuntar brevemente las lógicas que han operado en la condición de origen de los Estados actuales, que como veremos, no se condicen con las aspiraciones de desarrollo humano, entendidas como evolución dentro de los marcos culturales e históricos actuantes.

La matriz burguesa, colonial, patriarcal y las revoluciones recientes

Como todos sabemos, los Estados actuales surgen inspirados en la independencia estadounidense (1776) y en la Revolución Francesa (1789). En ambos casos, paralelo al principio de libertades individuales, las constituciones santificaron el principio de la propiedad. Tal es así que la esclavitud, pilar de la economía colonial, más allá de las declaraciones, recién fue abolida efectivamente a partir de la mitad del siglo XIX.

Algo similar sucedió en relación a las mujeres, que recién pudieron participar en la vida política -y todavía con enormes restricciones-, a partir de la segunda mitad del siglo XX. O sea: la base sobre la cual se fundaron los actuales Estados fue el ascenso burgués, la explotación colonial y el patriarcado.

A pesar de su clamor independentista, la institucionalidad de los estados de América Latina y el Caribe durante el XIX y el XX se miró en el espejo de lo que era considerado un “modelo civilizado”, es decir, aquel impuesto por las oligarquías locales, siempre con la mirada puesta en el Norte y por el poder neocolonial, con la mirada siempre puesta en las riquezas del Sur.

Mirada vigilante y entrometida que tuvo como sello permanente evitar todo disenso y toda rebeldía. Rebeldía con la que la revolución cubana pudo perforar el muro neocolonial, adoptando a partir de entonces un modelo de socialismo centralista, alejado del multipartidismo liberal.

Más recientemente, en los albores del nuevo milenio se producen tres revoluciones constitucionales, en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Éstas reformulan la institucionalidad reivindicando los derechos de las poblaciones marginadas en el camino hacia democracias populares participativas.

Todas ellas se asientan en principios de autodeterminación, paz y justicia social, adoptando en el caso de Bolivia y Ecuador, en conexión con las características de sus poblaciones, conceptos como la plurinacionalidad, que abre la puerta a la incidencia de las culturas indígenas y afrodescendientes como sujetos de derecho pleno en la vida social y política en esos países.

Al mismo tiempo, todas estas constituciones refrendadas democráticamente mediante plebiscitos, incorporan una lógica de participación y contraloría ciudadana, superando la falta de real representatividad en el decadente esquema liberal. En todas ellas hay además una fuerte pretensión de fortalecer la autonomía local articulando el poder popular con los estamentos del Estado.

El avance positivo que este nuevo modelo representa para el pueblo se refleja en la férrea resistencia que enfrenta por parte de los poderes establecidos. En todos los casos, la oligarquía y el imperio se han esforzado por impedir primero, por poner trabas después y ahora por vaciar de hecho y contra todo derecho, las premisas de estas nuevas constituciones.

En la actualidad se está fraguando en el hermano Chile la posibilidad de una nueva revolución constitucional, la que tiene enormes posibilidades de configurarse desde el pueblo mismo, a pesar de las enormes trabas que ponen el oscuro legado dictatorial y las fuerzas económicas corporativas.

Nos toca pensar hoy más allá y colocar nuevos horizontes revolucionarios para la acción que retomen los elementos más evolutivos de estas últimas constituciones y propongan profundizar sus características humanistas con nuevos elementos.

Contenidos que sean acordes al futuro que se quiere construir, pero también que permitan adaptación incidente en las rasantes transformaciones que se verifican en el planeta en la actualidad. Propuestas que recojan el sentir de las generaciones jóvenes, de una mayor horizontalidad y paridad y de una definitiva despatriarcalización social.

Una institucionalidad acorde al futuro

Entendemos que el papel de la institucionalidad es formalizar un marco de funcionamiento común, que posibilite el libre desarrollo de todas y todos los habitantes. Por tanto, los futuros Estados deben poner en duda y contrarrestar la concentración de la riqueza, que indudablemente conspira contra la libertad de opción de las mayorías.

El derecho de todo ser humano a existir debe ser garantizado a través de un ingreso o renta universal, pensado no solo como base de subsistencia para las mayorías excluidas sino también ampliando la autonomía para decidir a cada persona en situación de dependencia.

La garantía social de existencia y la nivelación socioeconómica entre sectores, asiento necesario para la igualdad de oportunidades vitales, es un paso ineludible hacia la reducción del dolor que produce la carencia y para una mayor libertad de elegir el tipo de vida que se quiere.

La redistribución de riquezas que se requiere debería ser encarada, a pesar del sufrimiento infligido por la expoliación necolonial y la explotación oligárquica, no desde un espíritu revanchista destinado a fracasar, sino desde la exigencia de reparación histórica que ensanche la senda hacia la reconciliación social.

Lo mismo debe decirse sobre la necesidad de desmonopolizar la comunicación. Una democracia verdadera no puede admitir la espantosa concentración de los medios de difusión, que ejercen de hecho el control social a través de la manipulación informativa.

Por otro lado, la nueva institucionalidad debe transformar el concepto actual del Estado como detentor del monopolio de la violencia para que éste pase a tener un carácter conciliador, de mediación y armonización de los conflictos, abandonando el rol de padre controlador y castigador.

Constituciones para un mundo de diversidades

El mundo que hoy adviene es un mundo de diversidades, por lo que las nuevas revoluciones constitucionales deben apuntar a conformarse alrededor de la convergencia de esta diversidad.

La idea del Estado-Nación surgió de la premisa de absorber la diferencia y de forjar un espíritu uniforme, con un proyecto que pretendió forzadamente la adopción de una identidad común, negando facetas culturales propias preexistentes. Está a las claras que pese a la presión uniformizante, el factor cultural de los sometidos y los dominadores continúa existiendo y pretender su inexistencia impide comprender y acometer adecuadamente las tensiones que genera.

En este sentido, el reconocimiento de la plurinacionalidad es un gran avance. Sin embargo, también debemos reconocer que hay una interculturalidad manifiesta, lo que permite pensar en forjar una nueva identidad común que recoja lo mejor de cada cultura, que fomente el diálogo y la paridad entre culturas, sin imposiciones supremacistas.

De este proceso de interculturalidad ya en marcha, se desprende la posibilidad de una identidad latinoamericana y caribeña con múltiples ingredientes culturales, a partir de la cual se pueda crear un nuevo tipo de nación, primero regional, integrada, hermanada, solidaria y cooperante y luego, aspirar a una fusión planetaria en el marco de una Nación Humana Universal.

Paz, No Violencia y desmilitarización

Este transcurso solo puede ser guiado por ideales de paz y no violencia entre los pueblos. Por ello es imperativo dar pasos decididos hacia la desmilitarización.

En la historia latinoamericana, las fuerzas armadas,  lejos de haber sido un resguardo de soberanía, han fungido como un poder de desestabilización interno. Las transnacionales, en la lógica de la penetración neoliberal, se han hecho con los recursos naturales, han endeudado a Estados y poblaciones; las plataformas digitales extraen y usan los datos personales, explotan a distancia a los trabajadores condenándolos al precariado; los recursos que deberían servir para mejorar la salud y la educación son evadidos y fugados al exterior de los países. Es evidente que ninguna institución militar es efectiva para defender la soberanía arrebatada.

Por lo demás, tanto la policía como los ejércitos educan a sus componentes en una lógica de disciplinamiento, lo que es poco compatible con las prácticas democráticas. La realidad es que ejércitos y policía se nutren habitualmente de los sectores excluidos de la sociedad, por lo que es posible pensar que a través de la construcción de sociedades inclusivas, equitativas y protectoras, las personas ya no quieran reprimir, matar o morir en conflictos bélicos que sirven siempre a los intereses del poder.

Un nuevo paradigma de Estado transformará las actuales fuerzas armadas en Cuerpos de Paz, promoviendo su desarme progresivo, estrategias de protección civil no violentas y una democratización en su conformación, apuntando incluso a la elección directa de sus autoridades.

Hacia el poder comunal

Quiero también referirme a un aspecto de máxima centralidad en la configuración de una imagen futura y es el tema de la descentralización. Descentralización que debe trascender el carácter administrativo para pasar a ser una transferencia de poder real a la base social.

Hoy existe en el mundo una tendencia a la desestructuración de formas anteriores y a la reconfiguración de la organicidad en nuevas matrices. Es posible entonces aprovechar esta tendencia mayor de manera consciente y elaborar estrategias para la transferencia creciente del poder de decisión y acción a las comunas, los municipios y los territorios como paso ineludible para recuperar la soberanía arrebatada por una superestructura estatal cada vez más alejada de la base social.

Este reconfiguración institucional, para no caer en una atomización secesionista y conservar un carácter de conjunto, debe pensarse en términos federativos, en las que los municipios puedan expresar las necesidades particulares de sus habitantes y colaborar con otros en la búsqueda de soluciones y proyectos compartidos.

La imagen del poder comunal no solo permite una mayor incidencia democrática y un contralor más efectivo por parte del pueblo mismo, sino que también coloca el tema de la reconstitución del tejido y los lazos en la misma base social como un primario.

La recomposición de las relaciones humanas en el seno de la comunidad reviste máxima importancia estratégica ya que provee una respuesta existencial certera a la indefensión y el desarraigo al que nos condena el individualismo. Respuesta que, por su parte, colabora como barrera al avance de integrismos retrógrados, los que utilizan la contención humana y el sentido de pertenencia como una de los principales canales para ganar adeptos.

En la transición hacia sociedades de poder descentralizado, proponemos forjar fuertes alianzas entre lo público y lo comunitario, que valoricen y potencien la enorme energía popular que es la que en definitiva, sostiene a nuestras sociedades.

La constitución social, expresión de la dinámica histórica de la intencionalidad humana

Por último, mencionar el carácter dinámico que tiene toda constitución social, motorizada por el surgimiento permanente de nuevas generaciones, cuya posibilidad de crítica tiende a renovar el paisaje humano y desplazar lo establecido.

De este modo, toda construcción social debe favorecer la irrupción de nuevas sensibilidades generacionales, abriendo plenamente los espacios para que éstas se expresen, colocando las premisas vigentes en estado de revisión crítica y transformación.

Así, el Estado no será una camisa de fuerza limitante a la que los seres humanos deben obedecer, sino la expresión misma de la intencionalidad humana, que va plasmando su íntima necesidad de evolución a través de la dinámica histórica.

(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia Pressenza