En las últimas semanas, el Gobierno de Córdoba difundió un dato que, a primera vista, parece alentador. Según el Informe de Incendios Forestales 2025, entre enero y octubre se quemaron 17.545 hectáreas en la provincia, una cifra que representa una reducción superior al 80% respecto del mismo período del año anterior, cuando el fuego arrasó con 102.337 hectáreas. El descenso es significativo, pero no alcanza para hablar de un cambio de fondo ni mucho menos de una victoria frente a una problemática estructural.
La disminución de la superficie afectada no altera un diagnóstico que lleva años repitiéndose. Especialistas y organizaciones ambientales advierten que los incendios forestales en Córdoba no son fenómenos naturales ni inevitables. Por el contrario, forman parte de un modelo de ocupación y transformación del territorio donde el fuego funciona como herramienta para degradar el bosque nativo y habilitar luego negocios inmobiliarios o productivos. Naturalizar esa lógica implica aceptar una forma de destrucción planificada que tiene consecuencias ambientales, sociales y económicas profundas.
En 2020, el Instituto Superior de Estudios Ambientales (ISEA) de la Universidad Nacional de Córdoba publicó una declaración orientada a guiar políticas públicas provinciales y locales. Allí se señalaba con claridad que la crisis del fuego es consecuencia de desmontes sin control, prácticas ilegales sistemáticas y fallas del Estado en la aplicación de la ley y en la prevención de riesgos. Cinco años después, ese diagnóstico sigue vigente, aun cuando los números de un año particular parezcan menos dramáticos.
La reducción de hectáreas quemadas en 2025 no modifica las causas profundas del problema. El ISEA ha sido categórico al afirmar que la mayoría de los focos ígneos son provocados por actividades humanas que buscan degradar el bosque nativo para luego cambiar el uso del suelo. Se trata de una práctica ilegal que vulnera la normativa vigente y compromete seriamente el futuro de los territorios rurales y serranos.
Los departamentos del noroeste cordobés, como Pocho y Minas, se encuentran entre los más afectados históricamente. También han sufrido incendios áreas protegidas de enorme valor ambiental, como el Parque Nacional Traslasierra, el Parque Nacional Quebrada del Condorito y la Reserva Provincial de Chancaní. Estos episodios no son excepcionales, sino parte de una dinámica que se repite año tras año, con picos de devastación como las 42.046 hectáreas arrasadas en 2024 o las cerca de 50.000 perdidas en focos recientes.
A este escenario se suman problemas estructurales que se repiten: falta de recursos para el control y la prevención, sistemas de alerta debilitados y un financiamiento insuficiente para el Plan de Manejo del Fuego. Cuando estas herramientas fallan, la combinación de sequía prolongada y vientos intensos se vuelve explosiva. La respuesta estatal, muchas veces, se limita a declarar emergencias o asistir a las familias afectadas, sin avanzar sobre las causas que generan el problema.
Las herramientas legales existen. La ley provincial de Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos, en su artículo 29, prohíbe expresamente el uso del fuego para el cambio de uso del suelo y establece sanciones. A nivel nacional, la Ley de Manejo del Fuego protege los ecosistemas al impedir modificaciones del uso del suelo durante décadas posteriores a un incendio, precisamente para evitar la especulación inmobiliaria.
Sin embargo, las recientes decisiones del Gobierno nacional, como la disolución del fideicomiso del Fondo Nacional del Manejo del Fuego, generan incertidumbre sobre los recursos futuros destinados a la prevención. Más preocupantes aún son las manifestaciones oficiales que apuntan a modificar leyes clave de protección ambiental, priorizando intereses privados por sobre los sociales y ambientales.

